8/10/17

Cuando Centeya nos habló de Discépolo (1)

"Encanutao en la última pilcha, / negao a todo... piantao de mí, / en la pinchada que da el atorro / como de nada, puesto en el forro / del jonca e pino me iré de aquí...
Julián Centeya - La Musa del Barro

Fue en junio de 1969. Julián Centeya se arrimó a nosotros. Traía apretadas entre sus manos las carillas de una conferencia, que él llamó modestamente "conversación" y que no era otra cosa que potes, tubos y pinceles que habría de manejar para pintar luz y verdad. Venía a hablamos de Enrique Santos Discépolo en un plano diferente: "Traigo una curiosa radiografía del meridiano que llora al amparo de un cielo acartonado. Traigo para el consumo de ustedes, el ayer de Discépolo".

La cita fue una noche cualquiera, un invierno cualquiera y con gente cualquiera, porque para los que quieren y sienten lo verdaderamente auténtico de las expresiones populares no se hicieron los distingos de credo, raza o posición social.

"Yo no hago historias - empezó diciendo -, antes de Grosso me aburre, después también. No hablo de prestigio, que no lo tengo. Padezco como el valiente del chiste que lo tiraron a la pileta. Me achica esta reunión...".

Sin embargo, Amleto Vergiatti, de cincuenta y ocho años entonces, parmigiano de orígen y "el más empedernidamente porteño de todos los porteños, el poeta más vereda y más noche que pueda blasonar Buenos Aires", según el decir de César Tiempo, llenaba con su sola presencia el alma de un auditorio que no sabía, por momentos, si al que escuchaba era a Centeya hablando de Discépolo, o era a este último hablando por boca de Centeya.

Los dos apóstoles de la musa del barro suburbano, confundiéndose en un solo, estaban presentes, vigentes más que nunca, rescatados del pasado ciudadano, metiéndose bajo la piel de aquella noche que dejó de ser una cualquiera para ser la noche memorable de las musas, cuando para jugar a las veinte metáforas asistimos a la mediúmnica convocatoria juglaresca de la ironía y la desesperación.

No concluyo de aprender

Discépolo, nacido el 25 de marzo de 1901 en Paso 113, Capital Federal, escribió de sí mismo: "Mi viejo hizo la macana de morirse cuando yo tenía tres años. Desde entonces no concluyo de aprender mi oficio: sufrir. Cuando yo nací, ¡qué suerte!, mi vieja estaba en casa. Mi viejo no estaba, lo fueron a buscar. Cuando vino se paró en la puerta. Mi madre dijo: "Santo, miralo". Mi viejo me volvió a mirar y dijo solamente: "¿Está completo? ¿No le falta nada?".

A Discépolo, como a sus personajes, lo persiguió el mundo: "Vivo en un hotel familiar donde no van familias. No prendo la luz nunca para ver la mugre. Dormí con un ojo abierto la primera noche para que no me afanaran los botines. Cuando desperté me habían robado la esperanza..."

Por eso, al decir centeyiano, "era ángel lleno de esqueleto". Afectado al siglo que había inventado el traje dado vuelta y donde es más importante el huelguista que la huelga, adoctrinó a sus congéneres: "NO SEAS GIL, NO HAGAS UN CULTO DEL ESCALAFON". Sus definiciones afiladas y directas impactaban al boleo chirleando la cara de los hombres y mujeres comunes: "El que no sufre, si no es un gordo lleno de sopa, es un cretino".

Una vez tuvo su primera novia. Como todos. La muchacha era puro interior. Un día, dulcemente, le dijo: "Enrique, no vivamos más". "¿Por qué?", preguntó Discépolo. "Es feo", contestó ella. Acordaron suicidarse arrojándose al río. "¿Cuándo?" "Mañaana" "Bueno, mañana". A las tres de la tarde del día siguiente Discépolo esperaba en la Costanera bajo una lluvia fría, tremenda, como si Dios estuviera enviando un anuncio sobrecogedor y angustioso. El plazo había expirado. Discépolo, atisbando bajo la cortina de agua la calle larga se había calado hasta los huesos.

De pronto, ella. Venía caminando por la vereda protegiéndose del agua con un piloto. ¡lba a suicidarse arrojándose al río y se protegía de la lluvia con un impermeable! Cuando llegó aliado del hombre, éste la empujó suavemente a un costado diciéndole: "¡Viví, lo merecés!". Y no la vio más.

Límites ciudadanos

"Pensando como era - dijo Centeya - no sé si le puede importar esta perduración, que pese a todo es real, efectiva, tangible. Perceptible aún donde el común de la gente cree inexistente. La prueba se llama Nydia Echenique, muchacha violenta en el ejercicio de una arquitectura poética violenta. La misma que, en versos memorables, llegara a exclamar: "¡Por dónde inventarte de nuevo, si ya estás inventado!".

Discépolo se había mostrado a Centeya, desde el primer encuentro entre ambos, inmensamente conversador y movedizo. En aquel entonces no se estaba para el asombro, la vida fluía sin descanso en los límites ciudadanos, donde un colorido particular escapaba del pomo del tiempo para fijar la cantina, la fonda, la pastería de la esquina, el organito sobre cuatro ruedas, las chatas, las costureras, tanto en Buenos Aires como en Rosario.

Mientras las feas iban a la fábrica, las bonitas al centro y en los fonógrafos se mezclaban Gardel con Caruso, también había payadores, como Davantés o el rosarino Francisco Nicolás Bianco, los últimos de aquella pléyade inolvidable que habían pasado por el barro, por el boliche, por el comité, por la casa bien, por el circo: Gabino Ezeiza había enmudecido el 12 de octubre de 1916, el mismo día en que Irigoyen asumía la presidencia de la Nación. María la cigarrera ya no lloraba a José Betinoti, fallecido el 21 de abril de 1915 y Ambrosio Río, frente a los micrófonos de Radio Nacional terminaba en machietta.

Nuevos aires renovaban la musa ciudadana de Buenos aires dándoles características particulares: la leyenda del Negro Muleta, el Hospital Muñíz, la moda Tutankamón. Arturo La Vieja estrenaba "El Ciruja", el Trío Casareto ilustraba los formativos, la sorprendente Paquita ceñía en un abrazo su legendario bandoneón, y en la cúspide, una voz que ya es historia: cantaba Rosita Quiroga.

Así era Buenos Aires cuando Discépolo llegó al Parque Patricios, conoció a Franca "la hija de un tano scarparo", e inmediatamente a Julián Centeya o Amleto Vergiatti, este Hamlet melancólico que vivirá eternamente prisionero de Nuestra Señora La Tristeza, aún desde el más allá.

Carne y Espíritu

Hay gente que a Discépolo lo ve condenado por los hechos que armaban la trama de sus tangos, y mucho público ha terminado por creer que sus relatos eran autobiográficos. Jamás se estuvo tan lejos de la realidad. Una realidad a la que se acercó bastante Nicolás Olivari, cuando dijo: "¡Qué lástima que Chaplin no lo conoció! En un abrazo se hubieran confundido dos genios: el de la risa y el de la mueca".

Entre las personas que no lo comprendieron estuvo Franca. Ella le dijo a Centeya: "Te voy a presentar a un loco", a lo que Centeya respondió al cabo de un tiempo: "Me presentaste un hombre santo". Franca y Enrique se habían encontrado una vez, hacía mucho, en el café Vesubio. Ella quería irse de su casa. Discépolo le preguntó si lo había pensado bien. "Yo no pienso, resuelvo". "Pero a tu edad, sola..." "Todo lo que me va a pasar, ya me pasó" El volvió a insistir: "¿Y te vas a escapar así?" "¿Y qué querés? ¿Que les deje una carta a mis viejos? ¡Si no saben leer! Mejor será que deje la cama hecha para que sepan que me fui".
Discépolo tuvo una inspiración repentina, común en él. Tomándole las manos le dijo, quedamente: "Quedate. Será la mejor forma de irte de tu casa." La dejó pensando en la solución de quedarse física, aunque no mentalmente. Como hacen muchas. Después de un tiempo, Centeya y Discépolo se encontraron: "¿Y Franca?". "Se fue de la casa ¡Se quedó!".

Quienes necesitaban una cuota diaria de desesperación, como Centeya, les hacía bien encontrarse con Discépolo. "Quizá por dolerme me hacía bien. En sus películas, en el teatro, me dolía, me dolió siempre. Me había dolido antes en "Yira, yira"", evocó Juan Sin Luna, Shakespeare García o Julián Centeya, que es lo mismo, hacia el final de aquella conversación donde todos estábamos compartiendo una imaginaria mesa en el mismo imaginario café.

Discépolo, que supiera convocar las cien musas de la vida y del talento, convocó también la suya para dejar este mundo. Un 23 de diciembre de 1951 "se asomó al cielo y se lo puso". Antes había dicho: "No doy un paso más / alma otaria que hay en mí / me siento destrozao, murámonos aquí / pa qué seguir así padeciendo a lo faquir / si el mundo sigue igual / si el sol vuelve a salir..." Minutos después de su muerte, su hermano Armando preguntó al doctor que lo asistió: "Pero, digame, ¿de qué murió Enrique?", y el galeno, que algo sabía de las musas respondió: "¡De ganas!" (2).

El hilo de la conversación se había puesto tenso en el carretel ya vacío. La tibieza de aquella salita pronto sería desflecada por la garra invisible de la fría noche que nos aguardaba. El primero en salir fue Discépolo. Solo quedó en su mesa, rodeado por los circunstantes, periodistas y fotógrafos, Julián Centeya, el otro apóstol de la musa del barro, limpiando tranquilamente los pinceles de su evocación.

La imágen de un Discépolo distinto cabalga de todas las paredes. Era el 28 de junio de 1969...

Cinco años después, el 26 de julio de 1974, Centeya buscaba en el infinito el alma de Discépolo. El diario Crónica, de Buenos Aires, encabezaba un suelto con estas palabras, al día siguiente: "En el cementerio de La Chacarita han recibido sepultura esta tarde los restos de Julián Centeya, muerto ayer víctima de un paro cardíaco".

Notas:

(1) Esla crónica descriptiva me fue publicada por el diario La Capital, de Rosario, e! 29/3/1970 con el título de Discépolo y el pincel de Julián Centeya. Dieciséis años después y con algunas modificaciones y agregados de mi parte, fue inserta, por intermedio del encargado de la Sección "Páginas Marcadas", José Antonio Martínez Suárez (Martín Cañas) en el diario El Orden, Villa Cañás (Santa Fe), el 19/7/1986.

(2) Lo que contribuyó de manera definitiva a la reclusión, desmejoramiento y muerte de Discépolo fueron los insultos, las cartas, los desplantes y el vacío que le hicieron colegas y amigos y contrarios al gobierno, por su adhesión radial permanente al peronismo durante el segundo semestre de 1951 en que, patrocinado por la Subsecretaría de Prensa de La Nación dirigida por Raúl Alejandro Apold, llevó adelante por la Cadena Nacional de Radiodifusión el programa Pienso y digo lo que pienso, donde, con libretos propios, criticaba ácidamente a la oligarquía.


Héctor Nicolás Zinni ("Decires y Cantares del Tango" – Ediciones del Viejo Almacén, Rosario, 1997) 

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